La mujer avanzaba muy lentamente agarrada más bien colgada del brazo de su nieto. Arrastrando los pies y abriendo zurcos entre las hojas amarillas. Como cada miércoles, al llegar al pequeño estanque, él buscó un punto soleado, abrió la pequeña silla de campo y, con delicadeza, la ayudó a sentarse. Le besó en la frente, se ajustó los auriculares e inició el trote hasta que desapareció entre los árboles.
-Hasta luego abuela.
Ella sonrió y trató de no mirar a los árboles que surgían amenazadores del agua. Aquella mañana le inquietaban más de lo habitual.
Con esfuerzo se levantó. Por señas pidió a una joven rubia que hacía fotos que le ayudara a plegar su sillita. Se dirigió al edificio, muy despacito. Tardó casi media hora en recorrer la pequeña distancia. Una banda sonora de acrodeón y de rumor de hojas en los árboles acompaño su trabajoso paseo.
La funcionaria que guardaba la entrada le ayudó a subir la rampa y no pareció sorprenderse cuando vio a la anciana abrir dificultosamente la silla y sentarse justo en el centro de aquel espacio vacío. La vieja miró hacia arriba levantando la cabeza tanto como le permitía su dolorido cuello y siempre con cuidado de que no cayera el bolso de charol que descansaba sobre sus rodillas y que hoy pesaba más de lo habitual.
Un hombre y una mujer estaban encaramados a la cúpula; limpiaban los cristales. La vieja suspiró profundamente y se acordó de su padre. El siemore la llamaba "mi flor" y, por un momento, ella se sintió igual de mimada y protegida que entonces. Al fin y al cabo aquello era un invernadero.
Por el lado sur, los árboles arropaban la estructura de hierro y cristal y el sol ofendía menos la vista. Por el norte, daba pleno en el vidrio y la anciana tuvo que apartar la mirada. Huyendo de la luz, sus ojos se toparon de nuevo con los árboles que brotaban del agua del estanque y se asustó.
Ya no sentía el agradable calorcillo de invernadero, ni la energía de la luz que le llegaba por todas partes. Ahora el edificio le parecía una jaula y veía mas hierro que cristal. Recuperó un poco la calma y recordó lo que le había traído allí. Su nieto volvería muy pronto; no había tiempo que perder. Sacó del bolso algo envuelto en un pañuelo de encaje que ya amarilleaba. Desenvolvió el revolver y con mucho cuidadito para que sus manos temblorosas no le hicieran errar el tiro, se acercó el cañón a la sien.
Luis Sanz